martes, 19 de noviembre de 2019


En mi barrio el rostro de los jóvenes envejece tan rápido, que les causa terror mirarse en un espejo donde acomodan una ralla de cocaína adulterada por adultos que ya no tienen expectativas de que brote el césped e insisten en tratar las plagas con veneno.

La sangre se fermenta con el vino o la cerveza, y alcanza el etílico al mezclar el whisky con el azúcar de las botellas de refresco.

El futuro es dejar pasar el tiempo entre amigos virtuales para no pensar en el enigma de los túneles del metro como única salida a los problemas.

Nadie busca perpetuar la especie y se intercambian fluidos corporales, a la espera de un fugaz placer, que sacie sus instintos, entre preservativos, espermatozoides estériles, y óvulos sin vida.

Eyaculan por instinto sin conocer el precio de los pañales ni la responsabilidad de tener un hijo entre sus brazos

El amor es un beso con sabor a vomito, en un parking del extrarradio, a altas horas de la madrugada, entre dosis de heroínas derrotadas.

En mi barrio la juventud es un conductor que se salta los semáforos y conduce temerariamente en dirección contraria en busca de la gloria.


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