En mi barrio los toxicómanos consumen hiel de paloma y
castañas amargas, y lavan las jeringuillas en los charcos cuando en la fuente
no hay agua.
Duermen en furgonetas que evitaron el desguace o en algún
portal que algún vecino por descuido no ha cerrado con llave, y sueñan con que
la próxima dosis será gratis, y así evitar una patada en el hígado o que le
rompan los pocos dientes que aún le quedan en una boca anulada por las drogas.
Las prostitutas esperan un príncipe que se enamore de ellas,
y evite el vomito que corroe sus entrañas, y el olor agrio del último hombre
que la trato como un objeto para saciar sus instintos, y la arrojó billetes
grasientos manchados de semen, en el frío asiento de un automóvil, al que no
debió de haber subido nunca.
Los parados esperan en la plaza, entre cerveza y cerveza a
que llegue Emiliano Zapata mientras el pistolero los señala para llevárselos a
una obra sin medidas de prevención en cuestión de riesgos laborales y hacen
equilibrios por unos eurillos la jornada para al terminar ir a gastárselos a
los locales de apuestas.
Y así pasan los días
y los años, actualizando un currículum
que se ha quedado obsoleto, al que le falta una carrera de galgos o un
máster del universo.
Los inmigrantes mientras tanto cargan sus fardos desde la
mañana temprano, y viajan al centro a venderlos bajo la atenta mirada de los
transeúntes que esperan la ganga.
La policía los persigue a pie o en coche patrulla, y les
confisca la mercancía no vaya a que se arruinen las multinacionales, que contratan
al otro lado del océano, menores de edad que gritan yo también soy Espartaco en
condiciones de trabajo inhumanas.
Y de noche regresan reventados, pero antes, pasan por el
locutorio, a escuchar la voz de su hijo, su madre o su hermano, que les dice que
allá en Ecuador, con lo que les envía no pasan necesidades, o que en Camerún
siguen vivos a pesar de que se siguen sin respetar los derechos humanos.
En mi barrio
las personas que llegan a fin de mes
son
la envidia del vecindario.

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