lunes, 21 de octubre de 2019


En mi barrio el humo del tabaco penetra en los pulmones de unos adolescentes que fuman hachís y marihuana y beben coca cola con vodka y con ginebra mientras en el banco de al lado hay una borracha con un cartón de vino en las arterias que trata de olvidar a una joven derrotada por los años a punto de cerrar los ojos y cruzar sin mirar la M-40 para librarse de otros bancos que no la dejan conciliar el sueño de una adulta que debería estar sentada en el césped sin más preocupaciones que contemplar las perseidas con un niño en sus brazos y un hombre apuesto que la mira con deseo.

Atormentada por las deudas escucha las carcajadas de los adolescentes que no la dejan dormir y se espabila a gritos mientras vomita insultos e improperios hasta que la alcanza una lata de cerveza en la cabeza que la abre una herida de las que nunca cicatrizan como ese hijo que ya no sabe si es producto del whisky y sus delirios  o ese hombre difuso que a veces la besa en el altar de la iglesia mientras ella sonríe con un vestido blanco.

 y se levanta en el pasillo de un hospital de urgencias en otro barrio periférico rodeada de azulejos blancos,  fluorescentes que parpadean  y enfermos sin hogar excluidos del sistema sanitario.

Hace años que no sabe donde se encuentra y no es nuevo el rechazo de pacientes que evitan su mirada y no la quieren escuchar.

El infortunio la persigue y en la habitación donde la ingresan no hay ventanas para soñar con la eutanasia voluntaria y se consuela mientras consume alcohol de noventa grados y escucha el dolor y la agonía de los enfermos.


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